Entre los países de Polonia y Lituania, existe un territorio ruso denominado Oblast de Kaliningrado. En esa zona, el 14 de junio de 1807, en un poblado llamado Friedland, que actualmente se llama Pravdinsk, tuvo lugar una batalla que puso fin a una de las tantas guerras napoleónicas denominada la campaña de la cuarta coalición, en la cual la Grande Armée derrotó al ejército imperial ruso.
Tras la victoria francesa, Napoleón I de Francia y Alejandro I de Rusia, firmaron el Tratado de Tilsit al siguiente mes, en el cual, además de ponerse fin al conflicto entre Francia y Rusia, se dio inicio a una alianza que dejaba al resto de Europa en una posición débil. Ambos países acordaron en secreto ayudarse mutuamente; por un lado, Francia ayudaría a Rusia contra el Imperio otomano, y Rusia por su parte se uniría al Bloqueo Continental contra el Reino Unido.
Para celebrar la ocasión, Napoleón propuso organizar un banquete con todo su estado mayor. Beberían, festejarían y ¿por qué no? se divertirían cazando.
El encargado de organizar todo sería el jefe de gabinete Louis Alexandre Berthier.
Berthier no se caracterizaba precisamente por su modestia, así que, para impresionar a su emperador, mandó recolectar centenas de conejos, hay quien afirma que juntó hasta 3,000 de ellos.
El día del evento, Berthier mandó reunir los conejos y colocarlos en jaulas ubicadas en los linderos de un campo seleccionado para la cacería, a la cual llegarían Napoleón y su estado mayor.
Después de un almuerzo al aire libre y los pertinentes saludos entre los veteranos del alto mando militar, Napoleón y sus oficiales se colocaron en línea de fuego a la espera de que se liberara a los animales.
Todo el mundo estaba preparado cuando llegó el momento de abrir las jaulas, pero cuando eso sucedió, ocurrió algo extraño; en vez de salir huyendo, los conejos se abalanzaron sobre Napoleón y sus hombres.
Al principio, lo absurdo de la situación causó gracia entre estos hombres curtidos en batalla, pero a medida que los animales se aglomeraban a su alrededor, las risas dieron paso a la seriedad y el miedo.
Aunque los franceses consiguieron causar bajas en las filas enemigas disparando y, posteriormente lanzando cualquier objeto que tuvieran a la mano, al final se vieron ampliamente superados por la multitud de conejos.
Trepaban por sus piernas, mordisqueaban sus zapatos, y algunas fuentes señalan que incluso consiguieron derribar al gran corso. En tal situación, Napoleón ordenó a todos ir a resguardarse en sus carruajes, pero eso nos los salvaría del tropel que los atacaba.
Un historiador británico que se llamaba David Geoffrey Chandler, especializado en la era napoleónica, llegó a mencionar: “Con una mejor comprensión de la estrategia napoleónica que la mayoría de sus propios generales, la horda de conejos se dividió en dos frentes, rodeó los flancos del grupo y se dirigió hacia el carruaje imperial”.
Los cocheros usaron sus látigos en un esfuerzo por detener el ataque de los lepóridos, pero fue en vano, pues en poco tiempo la horda de conejos alcanzó nuevamente al emperador e intentó trepar por sus piernas, hay quienes afirman que algunos incluso lograron a subir al carruaje.
Finalmente, Napoleón ordenó a los cocheros que partieran rápidamente, y según la tradición, mientras el carruaje se alejaba, el emperador lanzaba conejos por las ventanas.
¿Y cuál fue la causa de tan peculiar evento? Aparentemente todo el problema se debió a las instrucciones de Berthier, y quizá un poco a su ignorancia en la crianza de animales.
Como se mencionó antes, quiso impresionar al emperador, y en vez de mandar capturar unas cuantas liebres salvajes, que por naturaleza huyen de los humanos, mandó comprar un gran número de conejos domésticos, criados por los granjeros de la región. Estos últimos, completamente acostumbrados a los humanos, seguramente no fueron alimentados durante el lapso de su adquisición y la cacería. Así, al ser liberados de sus jaulas, en vez de huir, saltaron hacia Napoleón y su contingente con la esperanza de recibir comida.
Aunque la posterior invasión napoleónica de Rusia en 1812 y la batalla de Waterloo en 1815 sean recordadas siempre por los historiadores como las grandes derrotas del francés, los únicos que lograron humillarlo realmente fueron los conejos.
